La cámara lúcida, Roland Barthes.
Paidós Comunicación. Barcelona, 1989.
Tenía muchas dudas acerca de embarcarme con la obra de Barthes. Como semiólogo, sé que podía resultar una lectura dura y estresante, en el sentido de que debate muchos aspectos en torno a una preocupación, pero no llega a dar una respuesta unánime. Cosa que me fastidia enormemente.
Esta obra tampoco se llega a desligar de ese método que rebasa la paciencia del espíritu más pragmático. No soy partidaria de conocer todos los detalles de la vida y contexto de un escritor para penetrar en su obra, pero en muchas ocasiones tengo que reconocer que eso ayuda. Así pues, hice caso de lo que Joaquim Sala-Sanahuja dice en el prólogo: Barthes escribe esta obra poco después de que su madre muriera. Esta pérdida le hace plantearse la fotografía desde un punto de vista tanático, y, como él mismo asegura en numerosas ocasiones a lo largo del libro, fue un punto de inflexión en su vida.
Esta obra tampoco se llega a desligar de ese método que rebasa la paciencia del espíritu más pragmático. No soy partidaria de conocer todos los detalles de la vida y contexto de un escritor para penetrar en su obra, pero en muchas ocasiones tengo que reconocer que eso ayuda. Así pues, hice caso de lo que Joaquim Sala-Sanahuja dice en el prólogo: Barthes escribe esta obra poco después de que su madre muriera. Esta pérdida le hace plantearse la fotografía desde un punto de vista tanático, y, como él mismo asegura en numerosas ocasiones a lo largo del libro, fue un punto de inflexión en su vida.
Por este motivo llegó a conectar conmigo su obra. Siguiendo su principal tesis del Studium/Punctum, el “punctum” de este libro, para mí, reside en cómo Barthes se para a analizar la nostalgia que envuelve el mirar una fotografía, más aún cuando encuentras una fotografía de alguien querido que ya no está. Asimismo, conecta el leiv-motiv de que la fotografía “repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”. Esto es, debate el semiólogo el cómo una obra de arte puede repetirse hasta la saciedad (más todavía desde la era postmoderna de las industrias culturales), pero sin lograr re-vivir el momento exacto, la persona u objeto que es el referente de la creación. En literatura se da en la dinámica de la biografía: parece que la escritura perpetúa la esencia de la persona retratada en sus páginas, pero lo cierto es que, desde que se convierte en personaje, su personalidad se desdobla. La memoria –el olvido, más bien-, de ciertos detalles en detrimento de otros, la sutileza de la perspectiva del que escribe, todo esto, variará el carácter de la persona. Aunque sólo sea de una forma ínfima, lo cierto es que, de forma estricta, no podemos hablar de la misma persona.
Barthes viene a desarrollar esta hipótesis centrado en la figura de la madre perdida. Dice que no llegó a encontrar ninguna foto en la que saliera “ella”, sino hasta que se retrotrajo a una imagen de ella a los cinco años, junto a su hermano, en el Invernadero. Barthes explica el porqué de esta conexión: durante los últimos años de la vida de su madre enferma, fue él quien la cuidó, como si ella fuera la niña pequeña y él el padre abnegado que velaba por ella. Los papeles se habían cambiado, y toda la ternura que despide un progenitor por su cachorro herido, Barthes la puso en práctica con su madre desvalida. De esta forma, la imagen mental que el autor tenía como más certera sobre su madre, era ésta: la de una niña, inocente, a la que había que proteger. Justo como en la fotografía del Invernadero.
Roland y Henriette.
Personalmente, sí que reconozco esta búsqueda en mí: cuando veo fotografías de amigos y de familiares, sé qué foto es más “auténtica”, y en cuál se está posando. Creo reconocer en un determinado guiño la “esencia” de esa persona, o creo saber qué podría estar sucediendo para esa persona sonriera o mirara con más ironía a la cámara. Esto lo conecta Barthes con el motivo de la creación de la identidad: muchos autores, como Irving Goffmann, o los Interaccionistas Simbólicos, consideran que todas las personas construimos nuestra identidad en función de la “pose” que los demás creen ver en nosotros. De esta forma, podemos actuar como seres diferentes según el círculo social en el que nos movamos. Barthes señala que esto es síntoma de la “desconfianza del sentido puro” que tiene la sociedad. Ante la perspectiva de la dificultad y el dolor que entraña encontrar el Sentido sin ningún tipo de artificio, Barthes considera que lo que la gente quiere es rodearlo de “ruido”. De ahí la “máscara” de la fotografía. Para él la “fotografía sólo puede significar adoptando una máscara”. Así se hace menos agudo, menos punzante. Barthes dice que, “cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de “posar”, me fabrico instantáneamente otro cuerpo”. Asimismo, depende de quién mire la imagen, reconocerá unos aspectos u otros. Él reconocía la ternura en la imagen de su madre, pero es porque para él era prototipo de la bondad. Otros espectadores apenas sí caerán en este detalle.
Es por esta razón por la cual no puede haber consenso en qué es el Studium y qué es el Punctum (sí, para mi no-sorpresa, un semiólogo vuelve a esquivar la respuesta unívoca); ya que el “to like” que proporciona el studium, sí puede estar justificado por la técnica, o por el contenido informativo de la fotografía. Pero el “to love” que produce el punctum, eso es tan personal como la mirada del que compone. De ahí que pueda haber historias diferentes de una misma imagen. Y, por supuesto, valoraciones distintas.
Otro punto que me gustaría señalar de la obra de Barthes es la relación que hace entre fotografía y teatro. Si bien antes aludíamos a la máscara que todos nos ponemos y que se puede percibir en la foto, Barthes va más allá y conecta esto con la noción originaria del Teatro como culto a los muertos. Claro está que para el autor la Muerte rodea todo el entorno de la fotografía, porque va buscando hallar a la persona ausente en la imagen. Por eso alude a esa función primigenia del Teatro: los rostros pintados del teatro chino, el maquillaje de pasta de arroz del Katha Kali indio, las máscaras japonesas, el teatro totémico…Son, para Barthes, constitutivos que permanecen en la fotografía, especialmente en el retrato.
No obstante, aunque Barthes concluya finalmente que no puede estipularse un canon rígido para definir lo que amamos o no de una fotografía, sí que llega a una importante tesis, al menos para mí: sentimos ese punctum en relación a nosotros mismos. Nos apropiamos de lo que ocurre en la imagen. Como dice Barthes, una fotografía de un paisaje te produce un pinchazo si lo crees “habitable”, no sólo “visitable”. Igual le ocurre con la fotografía de “Retrato de familia”, de James Van der Zee: llega a la conclusión de que lo que ama de esa fotografía es el collar de la mujer parada, porque le recordaba a una joya de una tía suya.
Por eso puedo decir que la fotografía es un “arte egoísta”; arte porque supone una visión subjetiva, una mirada distinta, ya no sólo por parte del fotógrafo, sino también, y de ahí el egoísmo, acapara nuestra atención en función de nuestro propio bagaje visual. Como decía Marshall McLuhan, “somos lo que vemos”. Y por eso también re-construimos la realidad (en este caso la historia que cuenta una fotografía) según las vivencias y experiencias que hallamos tenido. De ahí que el punctum sea algo tan indefinible por su amplia variedad de posibilidades.
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